miércoles, 16 de septiembre de 2009
lunes, 14 de septiembre de 2009
Un pequeño experimento literario (III)
jueves, 10 de septiembre de 2009
Un pequeño experimento literario (II)
Capítulo 2: La merienda
Cuando la policía llegó todo era un mar de sangre. Las vecinas más provectas cotorreaban asustadas con los policías encargados de ello (siempre ponen un par de policías que impiden pasar a la escena del crimen y entretienen y calman a las viejecitas y a los histéricos), y un continuo ir y venir de forenses en prácticas entraba a la habitación 302 del Hotel Gutiérrez. Los fotógrafos preguntaban al inspector Merenguer que qué tenían que fotografiar exactamente. Éste no sabía muy bien qué contestar, pues aquello que ante él se hallaba era una masa informe untada en sangre. Si tuviera forma más redonda parecería una manzana de caramelo de las que venden en las ferias. En ese preciso instante entró el inspector Raúl y echó un vistazo al asunto. Y menudo asunto. Profirió un largo silbido que expresaba perfectamente lo que pensaba. Nunca tan pocas palabras habían descrito tanto una opinión. Tras rodear un par de veces al cadáver le preguntó a Merenguer los detalles.
- ¿Qué dice el médico forense?
- Que la hora de la muerte fue alrededor de las 3:00 de la mañana, y poco más. A bueno, sí, que la causa de la muerte son múltiples cuchilladas.
- Joder, una le dio en el ojo.
- Sí, ya me había fijado. Menudo hijo de puta.
- Nunca había visto tanta saña empleada en apuñalar a nadie.
- Y que lo digas.
Tras ese breve intercambio vocal Raúl dio un par de vueltas más al cadáver y preguntó que si todo estaba ya bien documentado. Cuando los fotógrafos y el forense le contestaron afirmativamente, dijo:
- Pues ale, que nos la empaqueten y para casa.
Tras eso, miró el reloj y pensó que ya iba siendo hora de ir a tomar la merienda al bar. Firmó los papeles que tenía que firmar y se puso a conversar con Merenguer mientras bajaba las escaleras.
- ¿Tú que piensas Merenguer?
- Yo que se…un colgado, de los muchos que pueblan la faz de la Tierra.
- ¿Se la folló?
- ¿Cómo?
- Que si se la folló.
- Las pruebas forenses indican que no.
- Ajá.
Y eso fue la mayor parte de toda la conversación del día ya que Merenguer y Raúl se metieron a continuación en el Blooz, un garito donde ponen blues pero que por alguna extraño alineamiento astral confuso estaba cascando toda la discografía de Amy Winehouse. Ambos se pidieron sendas cervezas de importación y las correspondientes olivas y boquerones, y abrieron sendos periódicos sumiéndose en profundas divagaciones filosofales.
Merenguer terminó la página de deportes y de pronto, al pasar la hoja, vio la cara de Raúl en máximo estado de concentración. Se estaba haciendo mayor y se le notaba, y aunque la carga de los años marcaba profundos surcos en su sien y al lado de los ojos, uno sabía nada más con mirarlo que esas estrías también representaban un labrado y todavía muy activo cerebro, con una gran capacidad deductiva y para nada desgastado. Raúl había resuelto muchos de los más difíciles casos de aquella pequeña ciudad, y su rostro serio pero tranquilo transmitía una extraña serenidad que hacía pensar al que hablaba con él que éste no sería una excepción. Cuando acabaron de leer dejaron los periódicos sobre la mesa, apuraron el último trago, y sin mediar más que un simple “adiós” se despidieron hasta el día siguiente.
Raúl se fue meditando a su casa sobre lo que había visto, y nada sacó en claro de todo el asunto. Estaba claro que habría que esperar hasta el día siguiente para ver los resultados de las pruebas y poder tener así algo más de información con la que jugar las cartas. Así pues, como no era una persona obsesiva, se quitó el tema de la cabeza y cuando llegó a lo alto de su rellano ya no se acordaba ni de la grotesca escena. Abrió la puerta de su casa y encendió la luz. Miguela salió a saludarle con suaves ronroneos y se restregó por sus piernas. Raúl sonrió pues siempre es agradable tener a alguien que te espere en un pequeño apartamento solitario y oscuro como el de él. Se desnudó, se puso la bata y las chanclas y aposentó su gran barriga y su culo en su cómodo sillón dispuesto a ver alguna película infame de las que estaban poniendo. Al poner la tele salieron las noticias, que ya estaban informando sobre el asesinato. Las cámaras habían grabado la mancha de sangre (que era inmensa) que había dejado el cuerpo de la víctima al ser retirado, y una señorita de pelo muy arreglado comentaba que por ahora no había sospechas de nadie, puesto que la víctima no tenía pareja sentimental actualmente. Raúl cogió el manojo de papeles de la investigación que descuidadamente había dejado al lado del sofá, y rebuscó entre los datos personales de la mujer asesinada. Según las declaraciones de la madre, efectivamente la mujer no poseía pareja estable en la actualidad, aunque hacía un par de años que había estado viéndose con un tipo descrito por la anciana como “raro”. Raúl pensó las veces que había oído la palabra “raro” en boca de la madre de una víctima refiriéndose a su pareja sentimental. Las madres siempre son superprotectoras con sus hijos. Nadie es demasiado bueno para ellos.
Decidió dejar el portafolios de nuevo cerrado en un lado y cambiar de canal, consiguiendo encontrar uno en el que estaban poniendo una puta mierda. Perfecto. Miguela se subió en el regazo de Raúl y se quedó dormida mientras que éste acariciaba cariñosamente su pelo suave. El detective no tardaría en acompañarle en su aventura onírica.
lunes, 7 de septiembre de 2009
Un pequeño experimento literario (I)
Capítulo 1: La primera vez.
-Voy a ser sincero contigo. Siempre he sido sincero contigo, no sé por qué ahora debería dejar de serlo. ¿Me notas nervioso? Es normal que me notes nervioso. Posiblemente esté más nervioso de lo que tú lo estás . Mira mi mano. Me tiembla, hacía mucho que no me temblaba. Estoy decididamente nervioso. No es casualidad, es la primera vez que hago algo así. Lo reconozco. Es la primera vez. Ya, lo sé, soy mayor, debería haberlo hecho antes. Pero no me avergüenzo. De hecho, me considero afortunado de que seas mi primera. Orgulloso. Sólo espero no hacerte daño y que si lo hago lo entiendas, es mi primera vez. O, bueno, al menos no más del necesario. -le digo.
Trato de tranquilizarla. Pero ella sigue moviéndose, dando tumbos. Está maniatada y amordazada, muerta de miedo. Sólo espero que entienda que es necesario, que lo hago por mi bien. Que lo necesito para mejorar. Pero ella sigue tratando de zafarse de sus ataduras. No entiende nada. Me duele que no sea capaz de preocuparse por mí ni en un momento tan importante en mi vida como éste. Sujeto el cuchillo con fuerza y lo observo. Bien limado y afilado. ¿Es quizás la opción más adecuada? Al menos la primera que se me ocurre. No quiero hacerle daño pero no me ha dejado otra opción. Ella llora. No me parece justo. El que lo está pasando realmente mal soy yo, no ella. No puedo creer que sea tan egoísta, como si esto fuese fácil para mí.
-¿Ves este cuchillo? Supongo que ya habrás asimilado lo que va a pasar. No quiero andarme con sutilezas, siempre he sido sincero contigo, no sé por qué habría de dejar de serlo ahora. ¿Por qué con un cuchillo? Creo que siempre he sentido esa curiosidad. No me atraen los cuchillos en sí, más que para quehaceres culinarios. Pero siempre he tenido ganas de comprobar, por mí mismo, si es verdad que, si te hieren, eres capaz de sangrar. O si esta sangre es roja como la del resto de los humanos. Nunca te he visto enfermar, nunca sangrar. ¿Será verdad que no corre por tus venas? ¿Que eres un robot? ¿O un yo qué sé tan difícil de explicar? Seguro que hay otras opciones, igualmente necesarias, menos dolorosas. Como el monóxido de carbono. Lo inhalas durante un tiempo y hasta luego. De hecho, llegué a pensar en ello como una opción real pero no satisfaría mi curiosidad.
Me acerco y le quito la mordaza. Le señalo el cuchillo, dejándole claro que se tranquilice o me veré obligado a utilizarlo antes de tiempo. No sé si quiero que llegue la hora. Me gustaría que lo hiciese otro y yo sólo mirar cómo se le va escapando la vida por instantes. Pero es mi batalla y he de ser yo quien la libre. Es necesario. Es lo que necesito.
-Por favor, déjame ir a casa. Te prometo que no le contaré a nadie nada de esto, te lo ruego. No tienes por qué tirar tu vida de esta forma. -dice.
-Dime. ¿Cuántos tíos te tiraste cuando estábamos juntos? ¡Contesta!
-¿A qué viene esto? Déjame ir, por favor. No quiero morir. Por favor.
-¡Contesta! ¡No quiero matarte sin saber todo lo que quiero saber!
Empieza a llorar. No consigo entender nada de lo que dice, seguramente nada útil. Me enfado y le grito más fuerte. Mi técnica pasivo-agresiva parece no funcionar.
-¿Con cuántos? -digo.
-Yo... no sé.
-¿No lo sabes? ¡Serás puta!
Le doy en la cara con la empuñadura del cuchillo, con fuerza. Inmediatamente, me arrepiento de mi acto. Le pido perdón y me acerco a darle un beso en la mejilla. Aunque se resiste, consigo dárselo. Seré un asesino pero no quiero quedar también como un maltratador. Tampoco creo que matarla me convierta en un asesino. ¿Una muerte necesaria puede considerarse asesinato? Sólo soy un hombre que quiere volver a ser feliz.
-Contesta, por favor. Necesito saberlo. -le digo.
-Con... ninguno. -acierta a decir.
-No me mientas, no necesito que me mientas. Necesito que seas sincera, necesito odiarte. ¿No lo entiendes? Necesito olvidarte.
-Ésta no es la solución, por favor. Déjame ir. -dice.
-No puedo dejarte ir, lo he intentado todo. No se me ocurre otra solución.
-¿Qué puedo hacer? Por favor, algo podré hacer. ¿Quieres sexo? Puedo volver a ser tu novia, si quieres. Pero por favor, déjame vivir.
-El sexo pensaba obtenerlo después de todas formas. ¿Y mi novia? El instinto de supervivencia te hace decir cosas que realmente no sientes. No eres capaz de ser sincera conmigo. Nunca lo has sido. Y yo siempre, no es justo. Nunca te he mentido.
Cojo el cuchillo con fuerza. No sé cómo lo hacen en las películas para matar a alguien de un golpe certero con esto. No quiero que agonice, quiero que muera de una sola estocada. Se lo debo. Igual que ella me debe esto. Levanto el cuchillo y lo clavo con toda la fuerza que puedo en el hombro. Sigue viva. Sigue llorando. Pide auxilio como si le doliese a ella más que a mí. No es justo. No ha sido justa conmigo. Siempre he sido bueno con ella. ¿Por qué no se puede calmar en un momento de mi vida tan importante como éste? Es mi punto de inflexión, es un cambio de vida. Empieza a convulsionarse cada vez más fuerte. Trato de contenerla pero no puedo. Mientras, intento asestarle una cuchillada en el corazón y acabar con esto cuanto antes, pero voy fallando continuamente dándole en diversas partes del cuerpo, especialmente en la cara. Tengo muy mala puntería, por suerte no me dedicaré a esto profesionalmente. Eso espero. Sangra a borbotones. No para de gritar. Quiero que se calle de una vez. Una de las estocadas le da en un ojo. Aprovecho para agarrarle la cara como puedo y clavar más hondo el cuchillo. Un leve susurro que quería ser grito sale de su boca. Su último suspiro. Se queda quieta y cae al suelo. Como tenía planeado, ya inánime, procedo a desatarla. Su cara se ha convertido en un desaguisado caótico, una cirugía facial inacabada realmente horrible. Su pecho está reventado por todas las cuchilladas que le arreé. No quería que fuese así. No esperaba que quedase así. No es la famosa erótica cadavérica que esperaba encontrar, ni siquiera suficientemente erótica para un tipo con tantas tragaderas como yo. Ahora me arrepiento. He cometido un gran error que no podré subsanar jamás, un error imperdonable. No debí usar un cuchillo. Debí utilizar monóxido de carbono.